Jesús resucitado se manifiesta en la Eucaristía
La primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles narra que “el día de Pentecostés, levantándose, Pedro dijo: hombres de Israel: Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios con milagros, prodigios y signos… después de que, según el designio preestablecido y la presciencia de Dios, fue entregado a ustedes que lo crucificaron y le dieron muerte, Dios lo resucito librándolo de las angustias de la muerte”.
Ya Jesús había dicho a sus discípulos: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y seréis mis testigos”. Este texto de hoy, nos ofrece el primer testimonio que dan los apóstoles sobre Cristo resucitado, ya con la fuerza del Espíritu Santo. Testimoniar o anunciar lo que sucedió en Jesús no es hacer un resumen de lo sucedido, sino dar el sentido a la luz de las Escrituras.
Esto es, Jesús ha sido levantado junto a Dios; y esto demuestra que Dios siempre ha estado de su lado, acreditándolo con milagros, signos y prodigios, realizando en Jesús las promesas hechas a David, concluyendo de ello, que verdaderamente Jesús es el Mesías y el Señor, esto es el Salvador prometido por Dios.
S. Lucas, narra que el mismo día de la resurrección dos discípulos desanimados iban de Jerusalén a Emaús, conversado de todo lo sucedido y como en el camino Jesús se les juntó y se fue conversando con ellos sobre el cumplimiento de las Escrituras y que lo reconocieron hasta el gesto de la fracción del pan. El episodio muestra dos momentos evidentemente necesarios para el encuentro con Jesús: la escucha de las Escrituras y la fracción del pan. Dice el Concilio Vaticano II que la Iglesia “nunca ha dejado de tomar y de repartir a los fieles la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo” (DV 21). El gesto de “partir el pan”, ha sido rico y denso de significado, al grado que por siglos la Eucaristía fu designada con el nombre de la “fracción del pan”. Este gesto de Jesús nos invita hoy a una reflexión sobre la Eucaristía.
En todas las religiones naturales, la comida sagrada siempre ha sido considerada como un rito de comunicación con lo divino. Para los hebreos, la cena pascual que incluía como elemento esencial la inmolación del cordero cuya sangre resultó signo de salvación y liberación, era el signo de la alianza con Dios, conmemorando el éxodo de Egipto. Una liberación no tanto de la esclavitud, sino del mal y del pecado de aquel Egipto y de cualquiera otros Egiptos que pueden surgir en el fondo de nuestros corazones. Por ello, cualquiera que participara en la cena pascual sabía y creía que la intervención liberadora y salvífica de parte de Dios, se renovaba por él.
El Señor Jesús se valió de elementos propios de un signo o rito ya conocido por sus discípulos: una cena acostumbrada; y cenando con ellos instituyó el banquete de la nueva Alianza. La novedad era esta: no hay una víctima sustitutiva: el verdadero cordero es Jesús mismo que se da en alimento a los suyos. Con gestos extremadamente simples bendice el pan, lo parte y lo distribuye: “tomen y coman, esto es mi cuerpo”; “tomen y beban este es el cáliz de mi sangre”; “hagan esto en conmemoración mía”.
Estos gestos, en su sencillez y en su intensidad de significado, quedaron impresos en el interior de los presentes, de modo que los discípulos de Emaús, incapaces de identificar al peregrino del camino, se les iluminó todo al momento en que parte el pan; sus ojos reconocieron a Jesús el Resucitado. Para entrar en el misterio de la comunión eclesial, el cristiano debe partir del signo de la “Fracción del Pan”.
+ Héctor González Martínez
Arzobispo de Durango
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