lunes, 9 de mayo de 2011

Domingo de la Misericordia - Homilía, Segundo Domingo de Pascua


Domingo de la Misericordia
 Hoy es un día de regocijo para toda la Iglesia, y podemos cantar como inician los prefacios litúrgicos, “en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias” por la Beatificación del Papa Juan Pablo II el Grande; también aquí en Durango, nuestras almas se regocijan por tan gran acontecimiento de quien nos visitó los días 9 y 10 de mayo de 1990, pernoctando en el Arzobispado: en Catedral dirigió un mensaje a los fieles de la Arquidiócesis, en el CERESO dirigió un mensaje a los internos, en el Teatro Ricardo Castro dirigió un importante mensaje a los empresarios mexicanos, y en la Explanada de la Soriana ordenó cien Presbíteros de todo México, y el día 10, desde un balcón del Arzobispado saludó y felicitó a las mamás mexicanas.
Mayor es nuestro regocijo, porque el Papa Juan Pablo II, tuvo mucho que ver en la Beatificación y Canonización de Santa Faustina Kovalska a quien Dios privilegió con revelaciones sobre el Misterio de la Divina Misericordia y en el establecimiento de su fiesta en el segundo Domingo de Pascua. Y justamente, el Santo Padre Benedicto XVI, ha escogido este día fiesta de la Divina Misericordia, para realizar la Beatificación de Juan Pablo II el Grande.

Hoy, el Evangelio de S. Juan narra que “el mismo día de la resurrección, estando cerradas las puertas, donde estaban encerrados los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús y se puso en medio de ellos y dijo, la paz esté con ustedes, les mostró las manos y el costado, y los discípulos se alegraron de verlo. Jesús les dijo de nuevo, la Paz esté con ustedes, como el Padre me envió, también yo les envío a ustedes y dijo reciban el Espíritu Santo, a quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados … ocho días después, a puerta cerrada, de nuevo vino Jesús, se puso en medio de ellos y dijo: la paz a ustedes”. En ese mismo aposento, en el sermón de la última cena, concluyendo sus palabras de consolación, Jesús había dicho a sus discípulos “mi paz les dejo, mi paz les doy”.
Es paz, como forma habitual de saludo y despedida entre los judíos; pero también con un significado más profundo que saludar o despedirse, es expresión de armonía y comunión con Dios, como sello de la alianza, como signo de bendición según enseña el AT: “que Dios te bendiga y te guarde; que haga resplandecer tu rostro sobre ti y te mire con buenos ojos; que vuelva sobre ti su rostro y te dé la paz” (Num, 6,26). Esta bendición de paz, alcanza el significado prácticamente idéntico de “salvación”; es la tranquilidad de espíritu que da Cristo y que no se parece a nada de lo que el mundo pueda dar. En ese aposento se conjugan o se combinan los elementos de la institución de la Eucaristía, del Sacerdocio para el perdón de los pecados y del don del Espíritu Santo.
La paz, alcanza también el significado de perdón misericordioso en todo caso o circunstancia, inclusive en el sacramento de la reconciliación, que perpetúa la obra de la Divina Misericordia consumada por Cristo.
La fiesta de este segundo Domingo de Pascua, indicada por Cristo en las revelaciones a Santa Faustina Kovalska, nos abre los ojos de cuán cerca de nosotros está la Divina Misericordia, que por cierto en todo momento podemos invocar con la jaculatoria revelada, “Jesús, yo confío en Ti”; está a nuestro alcance orando con la Coronilla de la Divina Misericordia; está a nuestro alcance, en el Sacramento de la Penitencia.
Para “que no hay entre nosotros angustia ni miedo” (Jn 14,27), nosotros que estamos hartos de violencia y sedientos de paz social, pensando en la Divina Misericordia, al menos, elevemos la mirada y repitamos con frecuencia: “Jesús, yo confío en Ti”.
Nosotros que estamos hartos de violencia y sedientos de paz social, elevemos la mirada y repitamos: “Jesús, yo confío en Ti”.

+ Héctor González Martínez 
Arzobispo de Durango



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